lunes, 17 de octubre de 2011

NECESITAMOS UNA TEOLOGIA RIESGOSA



El ser humano es un ser que interpreta, todo se le presenta como susceptible de interpretación, en este sentido, lo que se manifiesta está de acuerdo con la interpretación que el sujeto hace en una forma dinámica y abierta.[1]

Para asegurar tal pensamiento se tendrá entonces que acudir al pensamiento de Martín Heidegger que de manera diáfana nos lleva a comprender que la interpretación es probablemente la actividad humana per se –si es que nos es permitido forzar la aplicación de dicho termino-, pues está ligada a la propia ontología. Por lo tanto, junto con Heidegger podemos decir que el ser humano es una criatura hermenéutica.

El ser humano siempre averigua, siempre pregunta, siempre interpreta, ello está inscrito en la propia capacidad de ‘ser’. Esta posición se muestra tan acertada y correspondiente al ser humano que uno casi podría pensar que así fue siempre. Sin embargo, habrá que recordar que la metafísica clásica[2] se olvido del ser, al desplazar la existencia particular por una abstracción cuyo objetivo era la constitución del concepto de la esencia del Ser Humano –lo que sea que signifique eso-. De esta manera, las particularidades del ‘ser’ eran mutiladas en orden a diseñar el más perfecto discurso sobre las puras formas esencialistas jamás fabricada: el ser humano como un ser racional, al cual se le negaba el derecho a lo propio, la negación del ser “existenciario”.

A este respecto la teología no puede mantenerse imperturbable, cuando se le manifiesta el escenario de un mundo, cuyos intereses están centrados en el qué y en el cuánto se aprende exclusivamente para ‘hacer’ y descuida el para qué, el sentido de su propia existencia. Una sociedad del conocimiento, donde la materia prima ya no es el carbón, el acero o la electricidad sino el conocimiento –aunque deslavado, diríamos-.

Un escenario social globalizado “donde lo local está siendo sustituido por lo global, generando amplios modelos de hibridación cultural, con una progresiva desaparición de las fronteras tanto económicas como culturales.”[3] Situación que bajo el imaginario de la tan buscada unidad, resulta en un juego fatal de abstracción del ser-ahí.

Lo incomprensible sería -y es- la existencia de una teología monolítica que busque convalidar su ya conocido modelo dogmático que supedita lo más particular y distintivo del ser-ahí. Una disciplina teológica que reedita los viejos trascendentales del ser en comunión con los criterios de la globalización bajo una sola categoría de estandarización social y humana: la aldea global.

El mundo y cada uno de nosotros seres humanos que interpretan el sentido de su propia existencia necesita una teología que parta de la hermenéutica, que acudiendo a las mediaciones sociales analíticas puedan dar a conocer la realidad. Necesita una teología que manteniéndose en una práctica permanente y vital ayude a razonar, a mirar, a interpretar el paso de Dios en la historia, a través de los fenómenos político, cultural, social, etc.

Una Teología que aunque riesgosa en cuanto interpretativa y hermenéutica, no soslaye la experiencia religiosa del Dios vivo, sino antes bien reconozca en ésta la manifestación del misterio como pura gratuidad.

Tenemos necesidad de una teología que en la tarea de buscar el ‘ser real’, el ser “existenciario”; sea capaz de acometer una “fusión de horizontes”.[4] El horizonte del que se comprende el ser-ahí (texto), el de la contextualidad del ser-ahí que comprende, comprendiéndose en el contexto y el de la teleología o finalidad del comprenderse del ser-ahí (pretextualidad).

Que se estableciéndose la identidad de cada elemento y así su diferencia en el círculo de la comprensión se correlacionen para impedir su yuxtaposición. Y que sea respuesta a la pregunta sobre cómo se fundamentan las racionalidades de la teología. Atendiendo al peligro de la separación entre las funciones propias de la teología que devenga en un conocimiento dividido.

De manera que el teólogo comprenda cómo entiende cuando entiende, qué es lo que comprende cuando comprende, cómo usa su razón y su conocimiento,  para qué lo usa. Que sea manifiesta la particular inteligibilidad de la historia a la luz de la Palabra. Que ejerza una interpretación desde la óptica de la gracia y la salvación viendo lo que otros no ven. De manera, que  esta comprensión hecha por la razón se verifique en una acción liberadora, transformadora, de dignificación del caído y del vencido.

Favoreciendo que el texto se cumpla en la necesaria conversión del ‘decir’ del ‘hacer’ en un ‘hacer’ del ‘decir’ otra vez. Que en este pretexto contemporáneo el texto sea una invitación a la acción y por lo tanto, a la liberación la que realmente pone la medida de la interpretación, bajo la consigna “interpretar siempre será aplicar”.[5]

Una teología que respete la circularidad hermenéutica al favorecer que los elementos de la racionalidad general teológica entren en un intercambio orgánico permanente, en un juego de la comprensión.





[1] Heidegger, Martin. El Ser y  el Tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1951. P. 211.
[2] Parra Alberto. Textos, Contextos y Pretextos: Teología Fundamental, Universidad Javeriana, Bogotá 2005, pp. 42-49.
[3] Román, Martiniano. La sociedad del conocimiento y refundación de la escuela desde el aula. Ed. EOS. Madrid. 2003.
[4] Gadamer Hans Georg, “Fundamentos para una teoría de la experiencia hermenéutica” en Verdad y Método, Fondo de Cultura Económica, México 1984, II. , p. 456.
[5] Ricoeur Paul, “La acción considerada como un texto. Explicar y comprender” en Hermenéutica y Acción, Editorial Docencia, Buenos Aires 1985, p. 70.