El ser humano es un ser que interpreta, todo se le
presenta como susceptible de interpretación, en este sentido, lo que se
manifiesta está de acuerdo con la interpretación que el sujeto hace en una
forma dinámica y abierta.[1]
Para asegurar tal pensamiento se tendrá entonces que
acudir al pensamiento de Martín Heidegger que de manera diáfana nos lleva a
comprender que la interpretación es probablemente la actividad humana per se –si es que nos es permitido
forzar la aplicación de dicho termino-, pues está ligada a la propia ontología.
Por lo tanto, junto con Heidegger podemos decir que el ser humano es una
criatura hermenéutica.
El ser humano siempre averigua, siempre pregunta,
siempre interpreta, ello está inscrito en la propia capacidad de ‘ser’. Esta
posición se muestra tan acertada y correspondiente al ser humano que uno casi
podría pensar que así fue siempre. Sin embargo, habrá que recordar que la
metafísica clásica[2] se olvido del ser, al desplazar la existencia particular por una
abstracción cuyo objetivo era la constitución del concepto de la esencia del
Ser Humano –lo que sea que signifique eso-. De esta manera, las
particularidades del ‘ser’ eran mutiladas en orden a diseñar el más
perfecto discurso sobre las puras formas esencialistas jamás fabricada: el ser
humano como un ser racional, al cual se le negaba el derecho a lo propio, la
negación del ser “existenciario”.
A este respecto la teología no puede mantenerse
imperturbable, cuando se le manifiesta el escenario de un mundo, cuyos intereses están centrados en el qué y en el cuánto
se aprende exclusivamente para ‘hacer’ y descuida el para qué, el sentido de su
propia existencia. Una sociedad del conocimiento, donde la materia prima ya no
es el carbón, el acero o la electricidad sino el conocimiento –aunque
deslavado, diríamos-.
Un escenario social globalizado “donde lo local está siendo sustituido por
lo global, generando amplios modelos de hibridación cultural, con una
progresiva desaparición de las fronteras tanto económicas como culturales.”[3] Situación que bajo el
imaginario de la tan buscada unidad, resulta en un juego fatal de abstracción
del ser-ahí.
Lo incomprensible sería -y es- la
existencia de una teología monolítica que busque convalidar su ya conocido
modelo dogmático que supedita lo más particular y distintivo del ser-ahí. Una
disciplina teológica que reedita los viejos trascendentales del ser en comunión
con los criterios de la globalización bajo una sola categoría de
estandarización social y humana: la aldea global.
El mundo y cada uno de nosotros seres humanos que
interpretan el sentido de su propia existencia necesita una teología que parta
de la hermenéutica, que acudiendo a las mediaciones sociales analíticas puedan
dar a conocer la realidad. Necesita una teología que manteniéndose en una
práctica permanente y vital ayude a razonar, a mirar, a interpretar el paso de
Dios en la historia, a través de los fenómenos político, cultural, social, etc.
Una Teología que aunque riesgosa en cuanto
interpretativa y hermenéutica, no soslaye la experiencia religiosa del Dios
vivo, sino antes bien reconozca en ésta la manifestación del misterio como pura
gratuidad.
Tenemos necesidad de una teología que en la tarea de
buscar el ‘ser real’, el ser “existenciario”; sea capaz de acometer una “fusión
de horizontes”.[4] El horizonte del que se comprende el ser-ahí (texto), el de la
contextualidad del ser-ahí que comprende, comprendiéndose en el contexto y
el de la teleología o finalidad del comprenderse del ser-ahí (pretextualidad).
Que se estableciéndose la identidad de cada elemento y
así su diferencia en el círculo de la comprensión se correlacionen para impedir
su yuxtaposición. Y que sea respuesta a la pregunta sobre cómo se fundamentan
las racionalidades de la teología. Atendiendo al peligro de la separación entre
las funciones propias de la teología que devenga en un conocimiento dividido.
De manera que el teólogo comprenda cómo entiende
cuando entiende, qué es lo que comprende cuando comprende, cómo usa su razón y
su conocimiento, para qué lo usa. Que sea manifiesta la particular
inteligibilidad de la historia a la luz de la Palabra. Que ejerza una
interpretación desde la óptica de la gracia y la salvación viendo lo que otros
no ven. De manera, que esta comprensión hecha por la razón se verifique
en una acción liberadora, transformadora, de dignificación del caído y del
vencido.
Favoreciendo que el texto se cumpla en la necesaria conversión
del ‘decir’ del ‘hacer’ en un ‘hacer’ del ‘decir’ otra vez. Que en este
pretexto contemporáneo el texto sea una invitación a la acción y por lo tanto,
a la liberación la que realmente pone la medida de la interpretación, bajo la
consigna “interpretar siempre será aplicar”.[5]
Una teología que respete la circularidad hermenéutica
al favorecer que los elementos de la racionalidad general teológica entren en
un intercambio orgánico permanente, en un juego de la comprensión.
[1] Heidegger, Martin. El Ser y el Tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1951. P. 211.
[2] Parra Alberto. Textos, Contextos y Pretextos: Teología Fundamental,
Universidad Javeriana, Bogotá 2005, pp. 42-49.
[3] Román, Martiniano. La sociedad del conocimiento y refundación
de la escuela desde el aula. Ed. EOS. Madrid. 2003.
[4] Gadamer Hans Georg, “Fundamentos para una
teoría de la experiencia hermenéutica” en Verdad y Método, Fondo de
Cultura Económica, México 1984, II. , p. 456.
[5] Ricoeur Paul, “La acción considerada como un texto. Explicar y
comprender” en Hermenéutica y Acción, Editorial Docencia, Buenos Aires
1985, p. 70.